Dicen que nos buscamos en todo lo que leemos y, últimamente, me leo mucho en este capítulo. Por fortuna, lo que podría llamarse mi "realción pasada" no era tan enferma, ni complicada, ni tan llena de sarcasmo y odio como la de Oliveira y la maga. Sin embargo, algo habría de tener, ya sea al principio o al final, que al leer Rayuela, nos leo a los dos. Quizás es la pasión de la maga, o la indiferencia de Oliveira ante esta situación. O quizás es el hecho de que ambos caminan sin buscarse y, sin embargo, caminan para encontrarse, día con día. 
*****
—Nunca nos quisimos —le dijo besándola en el pelo.
—No hablés por mí —dijo la Maga cerrando los ojos—. Vos no podés saber si yo te quiero o no. Ni siquiera eso podés saber.
—¿Tan ciego me creés?
—Al contrario, te haría tanto bien quedarte un poco ciego.
—Ah, sí, el tacto que reemplaza las definiciones, el instinto que va más allá de la inteligencia. La vía mágica, la noche oscura del alma.
—Te haría bien —se obstinó la Maga como cada vez que no entendía y quería disimularlo.
—Mirá, con lo que tengo me basta para saber que cada uno puede irse por su lado. Yo creo que necesito estar solo, Lucía; realmente no sé lo que voy a hacer. A vos y a Rocamadour, que me parece que se está despertando, les hago la injusticia de tratarlos mal y no quiero que siga.
—Por mí y por Rocamadour no te tenés que preocupar.
—No me preocupo pero andamos los tres enredándonos en los tobillos del otro; es incómodo y antiestético. Yo no seré lo bastante ciego, querida, pero el nervio óptico me alcanza para ver que vos te vas a arreglar perfectamente sin mí. Ninguna amiga mía se ha suicidado hasta ahora, aunque mi orgullo sangre al decirlo.
—Sí, Horacio.
—De manera que si consigo reunir suficiente heroísmo para plantarte esta misma noche o mañana, aquí no ha pasado nada.
—Nada —dijo la Maga.
—Vos le llevarás de nuevo tu chico a madame Irène, y volverás a París a seguir tu vida. Irás mucho al cine, seguirás leyendo novelas, te pasearás con riesgo de tu vida en los peores barrios y a las peores horas.
—Todo eso.
—Encontrarás muchísimas cosas extrañas en la calle, las traerás, fabricarás objetos. Wong te enseñará juegos malabares y Ossip te seguirá a dos metros de distancia, con las manos juntas y una actitud de humilde reverencia.
—Por favor, Horacio —dijo la Maga, abrazándose a él y escondiendo la cara.
—Por supuesto que nos encontraremos mágicamente en los sitios más extraños, como aquella noche en la Bastille, te acordás.
—En la rue Daval.
—Yo estaba bastante borracho y vos apareciste en la esquina y nos quedamos mirándonos como idiotas.
—Porque yo creía que esa noche vos ibas a un concierto.
—Y vos me habías dicho que tenías cita con madame Léonie.
—Por eso nos hizo tanta gracia encontrarnos en la rue Daval.
—Vos llevabas el pulóver verde y te habías parado en la esquina a consolar a un pederasta.
—Lo habían echado a golpes del café, y lloraba de una manera.
—Otra vez me acuerdo que nos encontramos cerca del Quai de Jemmapes.
—Hacía calor —dijo la Maga.
—Nunca me explicaste bien qué andabas buscando por el Quai de Jemmapes.
—Oh, no buscaba nada.
—Tenías una moneda en la mano.
—Me la encontré en el cordón de la vereda. Brillaba tanto.
—Y después fuimos a la Place de la République donde estaban los saltimbanquis, y nos ganamos una caja de caramelos.
—Eran horribles.
—Y otra vez yo salía del metro Mouton-Duvernet, y vos estabas sentada en la terraza de un café con un negro y un filipino.
—Y vos nunca me dijiste qué tenías que hacer por el lado de Mouton-Duvernet.
—Iba a lo de una pedicura —dijo Oliveira—. Tenía una sala de espera empapelada con escenas entre violeta y solferino: góndolas, palmeras, y unos amantes abrazados a la luz de la luna. Imaginátelo repetido quinientas veces en tamaño doce por ocho.
—Vos ibas por eso, no por los callos.
—No eran callos, hija mía. Una auténtica verruga en la planta del pie. Avitaminosis, parece.
—¿Se te curó bien? —dijo la Maga, levantando la cabeza y mirándolo con gran concentración.
A la primera carcajada Rocamadour se despertó y empezó a quejarse. Oliveira suspiró, ahora iba a repetirse la escena, por un rato sólo vería a la Maga de espaldas, inclinada sobre la cama, las manos yendo y viniendo. Se puso a cebar mate, a armar un cigarrillo. No quería pensar. La Maga fue a lavarse las manos y volvió. Tomaron un par de mates casi sin mirarse.
—Lo bueno de todo esto —dijo Oliveira— es que no le damos calce al radioteatro. No me mires así, si pensás un poco te vas a dar cuenta de lo que quiero decir.
—Me doy cuenta —dijo la Maga—. No es por eso que te miro así.
—Ah, vos creés que...
—Un poco, sí. Pero mejor no volver a hablar.
—Tenés razón. Bueno, me parece que me voy a dar una vuelta.
—No vuelvas —dijo la Maga.
—En fin, no exageremos —dijo Oliveira—. ¿Dónde querés que vaya a dormir? Una cosa son los nudos gordianos y otra el céfiro que sopla en la calle, debe haber cinco bajo cero.
—Va a ser mejor que no vuelvas, Horacio —dijo la Maga—. Ahora me resulta fácil decírtelo. Comprendé.
—En fin —dijo Oliveira—. Me parece que nos apuramos a congratularnos por nuestro savoir faire.
—Te tengo tanta lástima, Horacio.
—Ah, eso no. Despacito, ahí.
—Vos sabés que yo a veces veo. Veo tan claro. Pensar que hace una hora se me ocurrió que lo mejor era ir a tirarme al río.
—La desconocida del Sena... Pero si vos nadás como un cisne.
—Te tengo lástima —insistió la Maga—. Ahora me doy cuenta. La noche que nos encontramos detrás de NotreDame también vi que... Pero no lo quise creer. Llevabas una camisa azul tan preciosa. Fue la primera vez que fuimos juntos a un hotel, ¿verdad?
—No, pero es igual. Y vos me enseñaste a hablar en glíglico.
—Si te dijera que todo eso lo hice por lástima.
—Vamos —dijo Oliveira, mirándola sobresaltado.
—Esa noche vos corrías peligro. Se veía, era como una sirena a lo lejos... no se puede explicar.
—Mis peligros son sólo metafísicos —dijo Oliveira—. Creeme, a mí no me van a sacar del agua con ganchos. Reventaré de una oclusión intestinal, de la gripe asiática o de un Peugeot 403.
—No sé —dijo la Maga—. Yo pienso a veces en matarme pero veo que no lo voy a hacer. No creas que es solamente por Rocamadour, antes de él era lo mismo. La idea de matarme me hace siempre bien. Pero vos, que no lo pensás... ¿Por qué decís: peligros metafísicos? También hay ríos metafísicos, Horacio. Vos te vas a tirar a uno de esos ríos.
—A lo mejor —dijo Oliveira— eso es el Tao.
—A mí me pareció que yo podía protegerte. No digas nada. En seguida me di cuenta de que no me necesitabas. Hacíamos el amor como dos músicos que se juntan para tocar sonatas.
—Precioso, lo que decís.
—Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo y de eso salía la sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta en seguida Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas.
—Sí, querida.
—Y el glíglico.
—Vaya.
—Y todo, el Club, aquella noche en el Quai de Bercy bajo los árboles, cuando cazamos estrellas hasta la madrugada y nos contamos historias de príncipes, y vos tenías sed y compramos una botella de espumante carísimo, y bebimos a la orilla del río.
—Y entonces vino un clochard —dijo Oliveira— y le dimos la mitad de la botella.
—Y el clochard sabía una barbaridad, latín y cosas orientales, y vos le discutiste algo de...
—Averroes, creo.
—Sí, Averroes.
—Y la noche que el soldado me tocó el traste en la Foire du Tróne, y vos le diste una trompada en la cara, y nos metieron presos a todos.
—Que no oiga Rocamadour —dijo Oliveira riéndose.
—Por suerte Rocamadour no se acordará nunca de vos, todavía no tiene nada detrás de los ojos. Como los pájaros que comen las migas que uno les tira. Te miran, las comen, se vuelan... No queda nada.
—No —dijo Oliveira—. No queda nada.
En el rellano gritaba la del tercer piso, borracha como siempre a esa hora. Oliveira miró vagamente hacia la puerta, pero la Maga lo apretó contra ella, se fue resbalando hasta ceñirle las rodillas, temblando y llorando.
—¿Por qué te afligís así? —dijo Oliveira—. Los ríos metafísicos pasan por cualquier lado, no hay que ir muy lejos a encontrarlos. Mirá, nadie se habrá ahogado con tanto derecho como yo, monona. Te prometo una cosa: acordarme de vos a último momento para que sea todavía más amargo. Un verdadero folletín, con tapa en tres colores.
—No te vayas —murmuró la Maga, apretándole las piernas.
—Una vuelta por ahí, nomás.
—No, no te vayas.
—Dejame. Sabés muy bien que voy a volver, por lo menos esta noche.
—Vamos juntos —dijo la Maga—. Ves, Rocamadour duerme, va a estar tranquilo hasta la hora del biberón. Tenemos dos horas, vamos al café del barrio árabe, ese cafecito triste donde se está tan bien.
Pero Oliveira quería salir solo. Empezó a librar poco a poco las piernas del abrazo de la Maga. Le acariciaba el pelo, le pasó los dedos por el collar, la besó en la nuca, detrás de la oreja, oyéndola llorar con todo el pelo colgándole en la cara. «Chantajes no», pensaba. «Lloremos cara a cara, pero no ese hipo barato que se aprende en el cine.» Le levantó la cara, la obligó a mirarlo.
—El canalla soy yo —dijo Oliveira—. Dejame pagar a mí. Llorá por tu hijo, que a lo mejor se muere, pero no malgastes las lágrimas conmigo. Madre mía, desde los tiempos de Zola no se veía una escena semejante. Dejame salir, por favor.
—¿Por qué? —dijo la Maga, sin moverse del suelo, mirándolo como un perro.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué?
—Ah, vos querés decir por qué todo esto. Andá a saber, yo creo que ni vos ni yo tenemos demasiado la culpa. No somos adultos, Lucía. Es un mérito pero se paga caro. Los chicos se tiran siempre de los pelos después de haber jugado. Debe ser algo así. Habría que pensarlo.
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